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DE LA RESURRECCIÓN A LA INSURRECCIÓN

Mitjà de comunicació:
Platea Magazine
Data de publicació:
15 de febr. de 2018
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"...un coro de sonido caudaloso, arrebatador desde el delicado pianissimo proyectado con tanto cuidado como firmeza y con notable capacidad de adaptación a las gradaciones dinámicas."
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Ibercàmera Gergiev Mahler

Barcelona. 13/2/18. Auditori. Mahler: Segunda Sinfonía. Anastasia Kalagina, soprano. Yulia Matochkina, mezzosoprano. Coro Ibercamera. Orquesta del Teatro Mariinsky. Dirección musical: Valery Gergiev.

Más allá de lo que podamos decir del desempeño individual, Valery Gergiev y su Orquesta del Teatro Mariinsky son dos polos opuestos con propiedades magnéticas cuando se reúnen. Desde 1988 como punto de inflexión, de un lado una autoridad, su zar o “general” como se suele decir (nos gusta dedicar metáforas bélicas a los rusos porque se adaptan a nuestro imaginario tan pobre y reduccionista). Del otro, una orquesta labrada, esculpida durante décadas por la mano de alguien con marcada personalidad, que al mismo tiempo trabajó codo con codo con Yuri Temirkánov. Como es lógico, el resultado artístico se explica también por las altas prestaciones de una formación impecable en la que es difícil destacar una sección por encima de otra. Es conocida la ductilidad y riqueza de su cuerda, pero también podríamos hablar de la calidez sensual de las maderas, el sonido brillante y redondo de los metales o la precisión y agilidad de la percusión. El resultado es un sonido poliédrico, rico en matices. 

La fuerza expresiva del universo sinfónico mahleriano fue plasmada por una dirección precisa y estimulante, aunque a veces un tanto arrollada. Desde aquel abucheo liceístico en 2015 con mismo director y orquesta –que tenía causas más bien extrínsecas a ellos, pero nuestro habitual talante de conventillo suele elevar la anécdota a categoría– las visitas de Gergiev a la ciudad se han saldado con un éxito rotundo. Para esta Segunda reservó minuciosidad y energía a partir de un primer movimiento de una tensión extrema. Desplegado con una paciencia casi desesperante por el director ruso, eligió un tempomuy sosegado y lo comunicó con una austeridad gestual extraordinaria. Tengo dudas sobre qué hubiera pasado de imprimir tal dirección con otra orquesta. Posiblemente su estructura se hubiera deshilachado. En este caso, la espléndida respuesta de la orquesta permitió una evolución con naturalidad y frescura lírica –soberbia la musicalidad de oboe, flauta y corno inglés, así como la elegancia de una cuerda que aplicó un portamento muy sutil– hasta desembocar en esos meandros que devuelven siempre en Mahler al caudal central. Sin duda una lectura vibrante y emocionante, aunque por momentos se echara en falta cierta sutilidad mahleriana. La sensibilidad del director ruso queda lejos de cualquier visión refinada o sobria de esta Segunda, como pueden serlo otras tan diferentes a su vez entre sí; la de Solti, Boulez o Tennstedt. De la siempre citada y manoseada ironía mahleriana, se intuyó una burla que corrió el riesgo de diluirse en lo heroico. El problema es lo fragmentario y ambiguo que gobierna el espíritu de esta música, hasta tal punto que subrayar el impacto que descuelga en su superficie sonora, por brillante que sea, olvida el fondo o doble fondo del que emerge freudianamente: su inflamación trágica siempre a punto de estallar. Sólo aparentemente tonal, sólo aparentemente plácido, pero profundamente inquietante. Subrayar el impacto es cortar el nudo gordiano, servir un Mahler excesivamente postromántico, cuando la cifra de su música reposa más en su aguda y dolorosa modernidad, que en el caso de esta Segunda ya apunta hacia una trascendencia nunca alcanzada. En algo de eso tan difícil de verbalizar se cayó en el problemático último movimiento.

Como si de un gran teclado se tratara, Gergiev situó la cuerda grave a su izquierda y unos incisivos violonchelos y contrabajos favorecieron la agilidad de un andante moderato cristalino, moviéndose en general en un espectro sonoro de tono oscuro y subrayando el sabor popular del ländler. El empaste logrado en la extraordinaria fluidez del fliessender bewegung fue capaz de engarzar las frases en un tercer movimiento de altos vuelos. En el cuarto movimiento, la mezzosoprano Yulia Matochkina se colocó detrás de la orquesta. Arropada por el sonido aterciopelado de los rusos, mostró una matizada y esplendorosa emisión que pese a su belleza tímbrica, excesivamente carnal y terrenal no se terminaba de acomodar al estilo de la partitura y su luminosidad ascética. Tras la luz de Urlicht no hay paz, reposo, ni llegada, sino transfiguración: el claroscuro barroco del Auferstehen muy controlado en la lectura que escuchamos. Pero si algo merece destacarse a partir de entonces, es el estupendo trabajo vocal de un coro de sonido caudaloso, arrebatador desde el delicado pianissimo proyectado con tanto cuidado como firmeza y con notable capacidad de adaptación a las gradaciones dinámicas. Por cierto un coro, el de Ibercameradirigido por Mireia Barrera, integrado por tres conjuntos: la Polifònica de Puig-reig, el Cor Madrigal y el Cor Lieder Càmera.

En este aspecto, con un esmerado trabaja estereofónico se sorteó meritoriamente el peligro acústico de equilibrar el volumen orquestal con la voz ante las dificultades que presenta la sala. Las solistas por su parte cumplieron con nota: Matochkina hizo aquí gala de un material vocal abundante en la sección grave, y la soprano Anastasia Kalagina, sin un instrumento contundente ni de gran amplitud en el registro central, exhibió una voz versátil, de timbre cristalino y con un registro agudo luminoso.

Una Segunda en suma de más insurrección que resurrección: no tanto morir para vivir (“Sterben um zum leben”) como vivir sin pensar en la muerte. Lejos de toda abstracción mahleriana, de proyección visual y plástica en sintonía con la personalidad del director y la –su– orquesta del Mariinsky.  Habrá quién diga, con sus razones, que echa en falta más Mahler y menos Gergiev. Pero no se engañen: tampoco ellos saben nada de Mahler.